martes, 30 de marzo de 2010

Notas

ENTREVISTA A ROSALIA WINOCUR, ANTROPOLOGA
"El celular es un ansiolítico"
Protagonista de la vida cotidiana, el teléfono otorga una ilusión de control, dice una estudiosa.
Por: Héctor Pavón

30-3-2010, CLARIN


Son las ocho de la mañana en el primer día de clase en una escuela primaria de Buenos Aires. La directora saluda a padres y alumnos; se presenta formalmente y lanza la primera señal: "Ningún alumno puede tener el celular encendido dentro de la escuela". ¿Qué poderes esconde el teléfono celular para tener tanto protagonismo en un primer día de clases? Probablemente lleve en sí una contradicción. Bien y mal; permitido, prohibido; apocalipsis y salvación; esnobismo y romanticismo. "Las dos caras", en palabras de la antropóloga Rosalía Winocur, argentina residente en México, donde analiza fenómenos como los del uso de estos aparatos.Winocur vino a Buenos Aires para presentar su libro: Robinson Crusoe ya tiene celular (Siglo XXI). "La versión optimista de que estas redes van a democratizar a los pueblos y el acceso al conocimiento y crear circuitos alternativos al poder convive con la versión pesimista en la que el Gran Hermano se instala en nuestras vidas con un control absoluto. Una versión y la otra tienen algo en común: un fuerte determinismo de la tecnología", dice la autora, que es doctora en Antropología por la Universidad Autónoma de México. ¿Qué es lo que hace que estas tecnologías se hayan vuelto indispensables, omnipresentes? "Finalmente -dice Winocur- los seres humanos, que en toda la historia hemos estado sujetos a la misma incertidumbre y a las mismas amenazas, encontramos un pequeño dispositivo que nos da la ilusión del control de nuestras circunstancias y de los otros".Es verdad, es una época de incertidumbres, en la que los peligros se multiplicaron porque las redes de comunicación los acercan y magnifican y donde las certezas ya no son tales. La comunicación a través de los celulares permite hacer el seguimiento del viaje de un pariente, por ejemplo. Décadas atrás, el viajar implicaba una larga travesía. La comunicación se basaba en cartas que cruzaban lentamente océanos y continentes. "Había que domesticar la esperanza..." piensa Winocur.La ilusión del contacto permanente forma parte de un conjunto de "certezas imaginarias" que van permitiendo "sobrevivir y afrontar, por ejemplo, la amenaza de la dispersión de la familia. La familia siempre fue una fuente de sentido y ahora se dispersa en la ciudad, tiene que recorrer grandes distancias. Esos trayectos están muy amenazados por miedos visibles e invisibles. Y de repente, llega esta tecnología que te ilusiona con la posibilidad de saber dónde está ese pariente..."Pero siempre hay alguien que pone en jaque las teorías. ¿Qué pasa el que se niega a usar celular? "Ese es alguien que te está recordando la fragilidad de la ilusión. El que no usa celular te está diciendo 'es ficticia tu certeza, yo no tengo celular y no lo necesito'. Claro, él tiene un discurso militante sobre eso: no quiere que invadan su privacidad. Y creo que el que se resiste al celular, de manera algo artificial está defendiendo una independencia que ya no puede tener. Eso es tan ilusorio como el que tiene todo el tiempo el celular y se siente seguro: en realidad hay muy pocas cosas bajo control. ¿Cuánto han cambiado nuestras costumbres?Veo a los jóvenes en los antros (discos). Antes estaban las miradas, se tanteaba, hasta que el chico se paraba y encaraba a la chica. Ahora todo se soluciona con un mensaje de texto.¿Un usuario de celular puede devenir adicto?La angustia de la desconexión es una adicción. Hasta los 90, en las películas, todos los personajes fumaban. Ahora, casi ninguno; la mayoría tiene un celular. De la misma manera en que el cigarrillo funcionaba como ansiolítico socialmente aceptado, el celular también es un ansiolítico. Entonces, las redes controlan la ansiedad y se vuelven redes de sometimiento. Para mí es una nueva forma de sometimiento social.

Contratapa / Edición Impresa
La ley de medios, más allá del kirchnerismo
Florencia Abbate
30.03.2010-Crítica de la Argentina


La semana pasada escuché que Tenembaum decía que no iba a la marcha del 24 marzo porque no es kirchnerista. Me sorprendió la mezquindad del argumento, viniendo de un periodista a quien el hecho de trabajar en TN no le impide considerarse progresista, como sugiriendo que la autonomía de su pensamiento no se subordina a la línea de los medios donde aparece; ¿por qué entonces sí habría de sentirse utilizado al concurrir a un acto por los desaparecidos? Decir que la marcha del 24 de marzo es simplemente un “acto oficialista” no resulta demasiado respetuoso con la pluralidad de personas que siempre marcharon ese día, convencidas de que la causa que las convoca trasciende completamente el uso que de ella pueda hacer cualquier gobierno.Hay causas que sin duda no merecen quedar reducidas a la triste dicotomía que nos impone este escenario, donde todos nos vemos condenados a quedar acusados de ser colaboradores del oficialismo o de la oposición. Hay causas que ameritan una visión menos estrecha, menos enfocada a la turbia “actualidad”, tal vez más responsable en relación con el futuro y, por qué no, con el pasado. Es también el caso de la llamada “ley de medios”, que acaba de llegar a la Corte Suprema. Tan a menudo mal llamada “ley de medios K”, la ley que ahora está en la Corte es ante todo el resultado del fruto que ha dado mucho tiempo de trabajo y reflexión por parte de mucha gente que, sin que preponderara ninguna especulación partidaria, pensó y discutió durante años sobre cómo generar una mayor democratización de la palabra. Ése ha sido el espíritu con el cual la Coalición por una Radiodifusión Democrática, compuesta por unas 300 organizaciones sociales, de derechos humanos, cooperativas, sindicatos, universidades, asociaciones gremiales y comunitarias, elaboró en el año 2004 los “21 puntos de la iniciativa ciudadana para una ley de radiodifusión de la democracia”, los cuales sirvieron como base del proyecto de ley que en septiembre del año pasado se debatió en Diputados y fue aprobado, con un amplio apoyo de fuerzas no oficialistas, tras habérsele hecho más de cien modificaciones. Podemos decir que el proyecto aprobado podría haber sido mejor (por ejemplo, si se hubiera limitado aún más la injerencia del Poder Ejecutivo en “la autoridad de aplicación”, o si se hubiera puesto fin a la desregulación de la pauta oficial); y también que podría haber sido peor (por ejemplo, si se les hubiera concedido a las telefónicas el ingreso al negocio del “triple play”, o si no se hubiese incluido la cláusula que contempla el principio de “neutralidad de la red”, impidiendo que las empresas proveedoras de conectividad decidan además sobre los contenidos). Podemos decir muchas cosas, pero no podemos decir que el proyecto aprobado sea malo, ni tampoco negar que nos deja bastante mejor preparados para cuando se concrete el “apagón analógico” y se vengan cambios realmente radicales en materia de comunicación, confirmando que en el siglo XXI las transformaciones generadas por la tecnología resultan mucho más poderosas e implacables que las que nos suele deparar la política. Aunque no garantice ningún mundo ideal, esta ley sienta una serie de premisas que contemplan lo sustancial del espíritu de aquella iniciativa ciudadana; y sería muy bajo objetarla, o no lamentar que haya quedado suspendida por maniobras judiciales, o no acompañarla y reclamar por ella, tan sólo con el argumento de que a corto plazo habría de traerle beneficios al actual gobierno. Los fundamentos de la Ley 26.522 están pensados para proteger nuestro derecho a informarnos y a comunicarnos libremente. Y en ese sentido se establecen algunas nociones centrales: la de concebir a las frecuencias radioeléctricas como un bien común, patrimonio de la sociedad en su conjunto; la de que todos tenemos derecho a saber quiénes son los titulares de las licencias; la de que los medios estatales son públicos y no gubernamentales. Y, fundamentalmente, la de que el objetivo para reglamentar la radiodifusión debe ser “promover la diversidad y el pluralismo”, lo cual sólo puede realizarse, por un lado, mediante normas antimonopólicas que preserven un poco la comunicación de la influencia de grandes empresas cuyos contenidos están decididos meramente en función de sus propios intereses económicos; y, por otro lado, asegurando que un porcentaje considerable de los medios pueda estar en manos de organizaciones de la sociedad civil sin fines de lucro, para que se multipliquen otro tipo de experiencias comunicativas, cuyos fines no sean comerciales. Ésos son los principios generales que se consensuaron para orientar la transición a los servicios digitales. No resuelven todos los problemas, pero al menos proporcionan un marco más deseable que dejar todo librado a las leyes del mercado.

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